Por Pedro Pesatti, vicegobernador de Río Negro
La historia argentina revela una constante: el poder real opera tras bambalinas, mientras delega la ejecución —y la culpa— a figuras visibles y reemplazables. De Videla a Milei, lo que se renueva no es el objetivo, sino el método.
En efecto, venimos de un pasado atravesado por un fenómeno recurrente: la separación entre el ejercicio del poder y la asunción de responsabilidades. En 1976, cuando las Fuerzas Armadas irrumpieron en la vida democrática, no lo hicieron por iniciativa propia ni en soledad. Fueron, en buena medida, el brazo ejecutor de una necesidad más amplia, más transversal: la de un sector del poder económico, empresarial y mediático que veía en el autoritarismo una condición necesaria para implementar un modelo económico liberalizador que, en democracia, había encontrado límites.
Martínez de Hoz, con formación en el liberalismo clásico, fue el ideólogo visible de esa transformación. Pero no operaba solo. Su propuesta de apertura financiera, desindustrialización y disciplinamiento del conflicto laboral encontró eco —y respaldo— en grandes grupos económicos que vieron en la dictadura no un accidente, sino una oportunidad. La represión no fue solamente un instrumento de control ideológico; fue también, y quizás sobre todo, un mecanismo de reordenamiento del conflicto económico y social.
Sin embargo, cuando el régimen cayó y el Estado de derecho volvió a regir en la Argentina, el reparto de culpas fue asimétrico. Los uniformados fueron juzgados —como correspondía— por su responsabilidad directa en crímenes de lesa humanidad. Pero los empresarios que financiaron operativos, señalaron a trabajadores y se beneficiaron del disciplinamiento social, quedaron fuera del alcance de la justicia. En algunos casos, ni siquiera fueron mencionados. Fue el triunfo silencioso de una cultura de la impunidad selectiva.
Esa matriz se repite, con variaciones, en el presente. El fenómeno Milei —que aparece, superficialmente, como un experimento antisistema— es, en realidad, el vehículo de una coalición de poder informal que incluye a grupos económicos, sectores financieros y operadores mediáticos que, desde las sombras, apuntalan su programa. La Ley Bases, los decretos de necesidad y urgencia, el relato de la libertad individual como dogma absoluto configuran un nuevo intento de reconfiguración estructural del país bajo coordenadas similares a las de 1976: reducción del Estado, eliminación de derechos adquiridos, transferencia regresiva de recursos.
La diferencia es que, esta vez, el autoritarismo no se expresa con armas, sino con algoritmos. No hay tanques, pero hay trolls. No hay campos clandestinos, pero sí discursos que estigmatizan, polarizan y expulsan del debate público. Lo que no ha cambiado es el rol de los actores dominantes: vuelven a estar detrás del escenario, articulando políticas que los benefician, sin exponerse y sin dejar huella.
Milei —como antes Videla— puede terminar siendo un fusible. Una figura que concentra sobre sí las tensiones del experimento, que lleva adelante con fervor dogmático un programa diseñado por otros, y que eventualmente quedará solo cuando el clima social se torne ingobernable. No sería la primera vez. La historia argentina es rica en liderazgos efímeros que fueron útiles hasta que dejaron de serlo y que, una vez descartados, cargaron con culpas que, en rigor, eran compartidas.
El riesgo, entonces, no es Milei en sí mismo, sino la estructura que lo contiene y lo excede. Lo preocupante no es solamente lo que hace, sino a quién sirve. Y lo trágico es que, una vez más, podríamos asistir al desenlace conocido: la caída del ejecutor, la supervivencia de los beneficiarios y el inicio de un nuevo ciclo en el que se renueva el personal político, pero no el patrón de poder.
En última instancia, se trata de una pregunta ética más que jurídica: ¿puede una democracia consolidarse si no revisa con honestidad la red de intereses que condiciona sus decisiones? ¿Puede una sociedad evitar repetir su tragedia si no identifica a los que, detrás del escenario, escriben el libreto y se retiran antes del acto final?
Responder a esas preguntas exige algo más que memoria: exige coraje institucional y voluntad política. De lo contrario, seguiremos atrapados en una historia que una vez más se repite y se expresa como un nuevo gran negocio para los grandes millonarios y como una vulgar criptoestafa para los que operan como su grupo de tareas en la coyuntura actual.